Seguro que deseas un lugar mejor en el que estar,
pero no lo encontrarás siguiendo el camino de la esperanza.
- Pierdo un ser muy querido.
- Me diagnostican una enfermedad seria.
- Termino con una relación de toda la vida.
- Acabo mis estudios y tengo que buscar trabajo.
- Me despiden.
- Mis hijos se van de casa.
- …
¿Y ahora qué?
Esto es lo primero que me viene a la cabeza en circunstancias como estas.
Siento que de la noche a la mañana la vida me cambia, y me pilla mal.
¡Claro! nunca es el momento para un cambio, y mucho menos si presiento que no va ser para bien. Pero las cosas pasan…
Así que lo segundo que me sucede es que intento agarrarme a algo como a un clavo ardiendo.
No parece mala idea, y todo va a ser más fácil. Busco el lado positivo, me animo, y me cuento que no va a ser para tanto. Intento controlar mis pensamientos, y busco aliados que apoyen. ¡Estupendo!
Esperanza suena muy bien, lo sé.
¡Pero atención con traspasar la línea roja!
¿A qué me refiero?
- A la esperanza que nos hace anhelar una seguridad, “un suelo bajo los pies” que amortigue el cambio, y nos evite el frío polar y calor del desierto.
- A la esperanza que viene acompañada de sufrimiento. A veces pensamos que este dolor es inevitable, que viene de la situación en sí, que cualquier cambio sin sufrir es imposible.
- A la esperanza de poder esconder la cabeza como el avestruz.
- A la esperanza de que hay un lugar donde ocultarse, donde refugiarse.
- A la esperanza de que “hay otro lugar mejor en el que estar” y de que esto que nos está sucediendo hay que superarlo cuanto antes.
- A la esperanza que me vuelve rígido y me mete prisa.
Dice Pema Chodron que todos somos adictos a la esperanza porque esperamos que la duda y el misterio desaparezcan, y que una sociedad basada en muchas personas adictas a tener un suelo bajo los pies, no es un lugar muy compasivo.
Es muy gráfica cuando nos aconseja que pongamos en la puerta del frigorífico la frase: “abandona la esperanza”, en lugar de otras aspiraciones más convencionales como: “voy mejorando cada día de todas las formas posibles”.
¿Y por qué estos consejos tan tremendos y tan incómodos?
Porque no nos queda más remedio que reconocerle que efectivamente esta esperanza nos roba el momento presente. Dime que no tiene razón.
“Podemos conocer la naturaleza del disgusto, de la vergüenza, del azoramiento y no creer que haya nada malo en ellos. Podemos abandonar la esperanza fundamental de que hay otro “yo” mejor dentro de nosotros que emergerá algún día.”
Porque en el fondo sabemos que estamos huyendo, y esta sensación no es nada agradable.
- Entonces dejo de contarme: “Esto puedo llevarlo mejor, no tengo por qué llenarme de porquería hasta el cuello”. Empiezo a reconocer que se trata de mi propia porquería: mis miedos, mi ansiedad, mi soledad, mi vacío… y dejo de huir de ella.
- Entonces es cuando empiezo a perder la esperanza. Podemos llamarlo aceptación, resignación o simplemente darnos cuenta de cómo son las cosas en realidad, es lo mismo.
Lo notas en forma de alivio, en un aflojar la cuerda, perder tensión, sentir dentro de ti menos rigidez, incluso menos dolor, porque recuerda que el sufrimiento no te venía de la situación, sin no de tu propia resistencia.
Así que es muy posible que termines reconociendo que esto de la desesperanza tiene mucho más sentido del que parecía en principio.
Es muy posible que elijas la desesperanza y te quedes donde estás, sin más intención que estar despierto para vivir este momento de cambio como algo mucho más natural y llevadero.
Uniéndote a su ritmo, en vez de navegar contra corriente. Dejándote llevar y disfrutando de tu propia incertidumbre, convencido de que abandonar la esperanza ha sido la mejor idea, porque ahora pisas más confiado, a pesar de no haberte construido a toda prisa un suelo bajo los pies que te de seguridad.