Existen miedos corrientes:
Miedo a no sacar unas oposiciones, a no dar la talla en el trabajo, miedo a que la rutina consuma mi relación de pareja, miedo a que mis hijos se vayan de casa…
Y luego hay otros miedos punzantes y hondos:
- Luis tiene miedo a envejecer y ver que sus hijos se pelean porque él se ha convertido en un estorbo.
- María teme verse con 60 años, sin pareja y con 7 gatos.
- A Ángel le aterra terminar con una depresión como su madre.
- Miguel no puede pensar qué haría si su mujer muriese antes que él.
- Virginia dice que si a su hijo le pasa algo, ella prefiere morirse. Y yo te confieso que cuando la escuché, un miedo veloz me recorrió la columna como si hubiera metido los dedos en un enchufe.
Tantas veces soñé con finales catastróficos, que cuando Luna -mi perrita mayor hasta no se sabe cuánto- se fue, al menos el miedo se volvió real al transformarse en dolor. Se hizo nítido y concreto, y la impotencia tomó forma de herida, pero sin lugar ya para la incertidumbre.
Para mí el miedo, sobre todo cuando es existencialista, no tiene fin, es una puerta abierta que no se puede cerrar. En cambio, la herida de una ausencia poco a poco si lo hace.
¿Cómo sé que el miedo se está apoderando de mí?
Porque no me queda tiempo para respirar profundamente, porque todo comienza a parecerme más dramático de lo que realmente es.
Pero sobre todo lo sé porque me pongo demasiado seria y dejo de sonreír.
Entonces sé que el miedo está comiendo el espacio a lo cotidiano.
¿Quién crees que tiene más miedo?
¿El que llega al borde del precipicio y al ver el vacío se da la vuelta, o el que permanece allí atornillado al suelo, muerto de curiosidad?
Probablemente tienen el mismo, sólo que el primero no se relaciona bien con su miedo y el segundo aprendió a hacerlo.
Mira que palabras más sabias nos deja Pema Chodrón:
El miedo es una experiencia universal. Lo sienten hasta los insectos más pequeños. Cuando vamos chapoteando entre los charcos que quedan tras la bajada de la marea y acercamos el dedo a los cuerpos suaves y abiertos de las anémonas, podemos ver cómo se cierran. Lo mismo les ocurre espontáneamente a todos los demás animales.
Sentir miedo cuando nos enfrentamos a lo desconocido no es algo terrible; más bien es una parte integral del hecho de estar vivos y que todos compartimos.
Reaccionamos ante la posibilidad de encontrarnos con la soledad, con la muerte, ante la posibilidad de no tener nada a lo que a pararnos.
El miedo es una reacción natural al acercarse a la verdad.
Pero sí nos comprometemos a quedarnos dónde estamos, nuestra experiencia se vuelve muy vívida; las cosas se ven muy claras cuando no hay escape posible.
Podemos llegar a conocer el miedo, familiarizarnos con él, mirarle directamente a los ojos; no como una forma de resolver los problemas, sino como una manera de deshacer completamente las viejas maneras de ver, oír, oler, saborear y pensar.
La verdad es que, cuando realmente comencemos a hacerlo, nos encontraremos con que somos humillados continuamente.
No va a quedar mucho espacio para la arrogancia que resulta de aferramos a nuestros ideales. La arrogancia que inevitablemente aflorará va a ser vapuleada de continuo por nuestro propio coraje de ir un paso más allá. Los descubrimientos que experimentaremos no tienen nada que ver con ninguna creencia.
Tienen mucho que ver con tener el coraje de morir, el coraje de morir continuamente.
Nadie nos dice nunca que debemos dejar de huir del miedo. Raras veces se nos dice que nos acerquemos más, que sigamos allí, que nos familiaricemos con él.
Lo que solemos hacer de modo natural es disociarnos del miedo.
Cuando sentimos que viene, desaparecemos. Sin embargo, a veces estamos acorralados, todo se cae en pedazos y desaparece la posibilidad de escapar. No hay dónde esconderse y antes o después entendemos que, aunque no podemos hacer que el miedo tenga una apariencia agradable, él será el que nos introduzca a todas las enseñanzas que hemos leído u oído.
Por eso, la próxima vez que te encuentres con el miedo, considérate afortunado. Aquí es donde el coraje entra en escena.
Generalmente, pensamos que la gente valiente no tiene miedo, pero la verdad es que conocen el miedo íntimamente.
Al principio de nuestro matrimonio, mi esposo me dijo que yo era una de las personas más valientes que conocía. Cuando le pregunté por qué, me dijo que, porque era una cobarde total, pero a pesar de todo seguía adelante y hacía las cosas.
El truco consiste en seguir explorando y no abandonar aun cuando descubramos que algo no es lo que pensábamos. Nada es lo que pensábamos. El vacío no es lo que pensábamos, y tampoco lo son la conciencia del presente o el miedo.
Mi experiencia me dice que después del miedo no hay nada. Al menos nada peor.
Esta autora me ayudó tanto a hacer las paces con uno de los mayores miedos que he pasado en mi vida, que quería compartir contigo su tierna manera de invitarnos a intimar con nuestro miedo.
Así que antes de darte la vuelta, ánclate a lo que es real, concreta tu miedo, explóralo, y luego sigue con lo que tenías entre manos cuando te sentiste al borde del precipicio.